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(VA DE CERVEZA, AUNQUE EMPIECE EN PLAN ABUELA CEBOLLETA)
Soy de la época de los casetes y del vinilo. Yo era más de vinilo porque la calidad del sonido era mucho mejor, las cintas se gastaban y cada vez se oía más opaco, más mate, peor…
Que alguno de mis grupos preferidos sacara un disco nuevo. era una ilusión. Me ponía a ahorrar duro a duro de mi asignación semanal para comprármelo.
Cuando había conseguido reunir el dinero suficiente, me iba a la tienda de discos del barrio, buscaba por orden alfabético entre las novedades, pagaba y me iba súper feliz a casa a escuchar el disco nuevo hasta casi gastarlo.
La primera audición era una escucha ligera, sin pararme en detalles, como sobrevolando el disco, a ver cómo sonaba por encima la nueva colección de canciones. Y luego ya pasaba a degustar los temas uno a uno: me ponía los auriculares y escuchaba las canciones a sorbitos, gozando cada nota, paladeando cada matiz, analizando el conjunto final.
Ya en ese primer pase, reconocía yo las que con casi toda seguridad iban a ser mis canciones favoritas del LP y cuáles solo estaban para rellenar el disco y llegar a los doce temas. Para mí, fan leal, todas las canciones eran maravillosas, con sus defectos incluidos, y las escucharía cienmiles de veces más y me hacían feliz cada vez.

También soy de la época del libro en papel.
De niña y adolescente, yo leía tanto, tanto, tanto, tanto… que mis padres no podían comprarme libros suficientes para saciar mi hambre de letras.
Cada inicio de curso, hinchaba la lista de lecturas obligatorias con títulos que quería leer. Mi madre decía: ‘Uy, sí que os hacen leer este año, mejor, mejor…’
Empezaba el curso habiéndome leído todos los libros de texto, el de Mates y Religión incluidos.
Los cumpleaños, santos, reyes y papanoeles significaban para mí libros, libros, libros, libros que nunca duraban más de 4 días, aunque la ilusión durara más. Y así era feliz.
Releía los libros, hasta 20 veces algunos, y cada vez disfrutaba al menos tanto como la primera. (También leía los botes de gel, los prospectos de las medicinas, las guías telefónicas, el diccionario, la Biblia y los Evangelios, los folletos publicitarios… Al menos me quitaba el mono. No es broma. Así he salido, digo yo.)

Cuando apareció internet, empecé a probar música nueva para mí. Iba de un extremo a otro ansiosa por no dejarme nada sin escuchar.
Me descargué miles de mp3 ¡¡gratis!! Era un sueño hecho realidad! No tenía más que escribir el nombre de la canción para tenerla en mi pc disponible para escucharla cuantas veces quisiera. Devoré cientos y cientos de temas, conocí cientos y cientos de intérpretes, estilos, versiones… Me descargaba frenéticamente temas a mogollón que nunca llegué a escuchar. Iba de un archivo Mp3 a otro, descubriendo y probando y desechando implacablemente. Cuando una canción no me enganchaba con los primeros compases, pasaba a la siguiente. ¿Para qué perder el tiempo con una canción que no me chifla si tengo miles para escuchar?
Entonces, precisamente por eso, la música perdió algo de valor para mí. Bueno, no valor sino ilusión.

Me pasó algo parecido con los libros: descubrí que a los adultos, de repente, los libros les molestan en casa y los tiran a la basura o los regalan. Descubrí también las librerías de ‘viejo’, donde venden los libros al peso. Descubrí bibliotecas borgianas digitales legales e ilegales, grupos de IRC de intercambio de libros… Tenía a mi alcance cientos, miles de libros, clásicos y novedades, en formato texto y en papel, de todas las temáticas existentes, muchos más libros de los que podría leer en 20 vidas.
Y entonces los libros dejaron de tener valor para mí. Bueno, no valor sino ilusión.

Cerveceramente hablando, soy de la época del atmosférico, del lúpulo en flor y del dedo de barrillo en el fondo de la botella; de la época de ‘la rubia, la tostada y la negra’ porque todavía no habíamos pasado de las Pale Ale a las India Pale Ale ni sabíamos dónde quedaba la India; de la época en la que si filtrabas o usabas pellet ya no eras artesano.
Soy de la época en que las contaminaciones eran el pan nuestro de cada día y se disfrazaban de ‘edición saison’. Consultábamos Ratebeer y Beeradvocate (Untappd me pilló a contrapié y sobria y nunca nos hemos caído bien), el Bar & Beer era gratuito y parecía un periódico, admirábamos a Pivni Filósofo, el argentino nórdico de Praga, y Andrés copiabapegaba y traducía para su bloguillo.
Sobreviví a la fiebre del lúpulo amarillo, a la del lúpulo chinook y a la del lúpulo cascade, y me hice más fuerte.
En aquella época, Zulogaarden y 2D2Dspuma eran amigos (mucha gente creía que éramos los mismos), Bleder Cova de Drac era el petrolako más petrolako, Dougall’s ya hacía los birrotes que hace ahora pero con gluten, Naparbier elaboraba solo una Dunkel y una Pils que vendía casi toda en barril en los bares de alrededor, Almogàver era Sanchís, Agullons ya venía de vuelta de todo, incluso antes de ir, a Mikkeller solo lo conocía su hermano, Brewdog elaboraba en un garaje…
Cada vez que una de nuestras cerveceras favoritas anunciaba una novedad, tras meses de ensayos con la receta, se nos comía la ansiedad y las ganas, y la ilusión. Eso ocurría una vez cada 6 meses, con suerte, y ocupaba todas las portadas. Nos cascábamos media caja solo para comprobar que estaba bien, que no tenía defectos, que no estaba contaminada y que era tan buena como nosotros deseábamos que lo fuera. A veces perdíamos la perspectiva, la verdad sea dicha, pero éramos felices.
Anunciábamos la novedad entre los fans de la marca, que venían a petar el primer barrilako vestidos de horcos… y éramos muy felices y estábamos muy borrachos.

Pero entonces la cerveza se volvió loca, se dejó la barba, aprendió americano, se le cayeron los dedos corazón y anular de ambas manos, compró una enlatadora, puso en nómina a un comunity manager, a un ilustrador y a un marketer, y se abonó al hype y al guayismo.
Ahora la cerveza me sigue apasionando pero ya no la vivo como antes, no ha perdido valor para mí porque sigo viéndola a pesar de todas esas distorsiones, pero sí ilusión.